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La recompensa del trabajo duro

Era el primer lunes de la nueva vida laboral de Emilio. Estaba en una buena empresa y tenía muchas ganas de trabajar y ascender. Ese día conoció a todos sus compañeros y se hizo un esquema mental del organigrama y las posiciones jerárquicas de esa empresa. Al cabo de una semana empezó a hacer horas extras, y entonces conoció a la mujer de la limpieza, quien se puso a limpiar a su lado, y sin desviar la vista de donde limpiaba, le preguntó:
- ¿Haciendo méritos para subir?
- Sí, quiero terminar en la última planta. - Respondió Emilio
- No te pierdes nada, yo recorro el edificio entero cada día y las he visto todas. Cada planta es igual a la anterior, solo que más solitaria y fría conforme vas subiendo.
Emilio prefirió no hablar más con esa señora, tenía mucho trabajo que hacer.
Al cabo de unos meses le subieron a la segunda planta, donde empezó a vestir con camisa.
Unos meses más tarde, subió a la tercera planta, donde el ambiente era más profesional, así que decidió empezar a afeitarse y peinarse con gomina para dar mejor imagen, a la par que seguía haciendo horas extra.
Cuando le subieron a la cuarta planta, vio que en el ambiente predominaban los hombres recién casados, así que se esforzó por encontrar una pareja. Al cabo de un año y medio estaba casado, y la empresa le concedió otro ascenso por su impecable trabajo.
En la quinta planta siempre faltaba alguien puesto que predominaban las bajas por paternidad, y Emilio no quiso ser menos. Al tener un hijo y, aún así, no bajar el ritmo ni la calidad de su trabajo, le ascendieron de nuevo.
En la sexta planta se empezó a quedar calvo por el estrés. Su mesa estaba decorada con fotos de niños a los que veía escasas horas los fines de semana. Pero por las sonrisas de la foto, parecía un padre dedicado, la imagen ya servía.
En la séptima planta empezó a ir con traje y corbata. Las fotos seguían siendo preciosas, pero a su lado había un teléfono móvil que, cada noche, vibraba mostrando un mensaje de su mujer: “¿Hoy tampoco vienes a cenar a casa? Los niños preguntan por ti. Ya te vale”.
El trabajo de Emilio en la octava planta a veces se veía entorpecido por reuniones con abogados para tramitar el divorcio, pero no permitió que eso hiciera bajar la calidad de su trabajo.
La novena planta era frecuentada por señores de mediana edad, calvos, gordos y trajeados. Uno de ellos era Emilio. A la hora de comer contaba orgulloso los logros de sus hijos, pero se callaba el detalle de que se entera de ellos únicamente gracias a las redes sociales.
Finalmente, le ascendieron a la décima planta: despacho propio, secretaria propia, una mesa con whisky, un sueldo desorbitado… Emilio por fin llegó a donde quería llegar.
Era lunes por la noche, Emilio acabó su trabajo, así que decidió celebrar su ascenso con un buen puro y una copa de whisky. Mientras se servía, entró la señora de la limpieza.
- No le esperaba aquí a estas horas.
- Ya acabé de trabajar, tómese una copa conmigo.
- ¿Es que no tiene a nadie con quien celebrar el ascenso? Podría irse a cenar con su esposa.
- Estoy divorciado…
- ¿Y con sus hijos?
- Cuando me cogen el teléfono, me dicen con reproche que están ocupados “como yo lo estoy siempre”.
- ¿Y si va a tomar algo con sus amigos?
- Hace años que no me hablan, desde que me casé, entre el trabajo y los fines de semana con los niños, nunca los veía, acabé perdiendo el contacto.
- Ya veo… tanto trabajo para acabar pidiéndole a la señora de la limpieza que brinde con usted porque no tiene a nadie más.
Emilio se quedó mirando la copa. De repente, se echó a llorar.
- Ojalá pudiera volver a las primeras plantas… - Dijo Emilio entre sollozos.
- Llevo muchos años aquí, y sé que el ascensor sólo sirve para subir, todo aquél que sube, no puede bajar de nuevo a la planta que le dé la gana.
- ¡Pero yo quiero bajar! ¡Quiero recuperar lo que perdí abajo!
- Todos los que han llegado a esta planta han querido bajar. Nadie puede bajar por el ascensor. La única manera posible es por la ventana.
Emilio miró la ventana y, sin pensárselo dos veces, apresurado, se acercó a ella, la abrió y se tiró de cabeza hacia el vacío.
La señora de la limpieza dejó su carrito a un lado, cerró la puerta del despacho, se encendió un puro, cogió el vaso de whisky y se sentó en la butaca poniendo los pies en la mesa. Luego marcó un número en el teléfono y, entre caladas de puro y sorbos de whisky, habló por el manos libres:
- Hola, ¿recursos humanos? Sí, soy Carmen. Id haciendo entrevistas a nuevos candidatos, se os ha roto otro juguete.

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