Érase un leñador que desayunaba cada día en el porche de su casa, en el bosque, viendo a los ciervos comer, mientras tomaba su café, desnudo.
Le encantaba observar con qué libertad brincaban, comían... nunca se acercaba a ellos, puesto que sabía que saldrían corriendo. No quería molestarles. Tenía miedo de que no volviesen.
De entre toda la manada, había un ciervo que le cayó en gracia. Sus ojos le parecían los más bonitos que había visto. A veces se quedaba varios minutos mirándole fijamente mientras sonreía. En algunas ocasiones, creyó ver que el ciervo le devolvía la sonrisa.
Un día, como otro cualquiera, salió con su taza de café a desayunar mientras veía a los ciervos. Puntuales como siempre. Pero no pudo ver al ciervo de los ojos bonitos.
"Qué raro" pensó, aunque no le dio muchas vueltas.
Al poco, vio a un hombre desnudo salir del bosque. Su figura era esbelta, un cuerpo perfecto, músculos definidos, piel suave, una cara preciosa, y unos ojos grandes e hipnotizantes, a quien le fueron familiares al leñador, pero no sabía por qué.
El hombre desnudo llevaba entre sus brazos lo que parecía un abrigo de piel. Conforme se acercaba, iba reconociendo las marcas de la piel, la textura... era la piel de su ciervo favorito.
"¿La escopeta?" pensó, "No, con un cuchillo me basta, es solo un hombre y no va armado". Pero entre el shock de ver la escena y sus pensamientos, no hizo nada mientras el hombre desnudo colgaba la piel en la valla y se sentaba a su lado.
El leñador le miró a los ojos y sintió la misma paz que al ver a su ciervo favorito.
- ¿Eres tú? - Preguntó el leñador.
- Soy yo - respondió el hombre
- Cuando estabas con los demás ciervos, con la piel encima, ¡parecías un ciervo de verdad! Me engañaste bien.
- No te engañé, soy un ciervo de verdad. ¿No me viste ayer?
- Sí, pero ahora veo que eres un hombre.
- Si me quito la piel, parezco un hombre. Pero cada día de mi vida quiero brincar como un ciervo, comer lo que comen los ciervos, y vivir en el bosque con los demás ciervos... Y lo hago.
El leñador no daba crédito. Le costaba entender el punto de vista del ciervo.
- No entiendo por qué algún hombre querría ser ciervo. ¿No tienes miedo de los cazadores? ¿No te costó que te aceptaran en una manada de ciervos? - dijo el leñador, intentando comprender lo que pasaba.
- No soy un humano con piel de ciervo, soy un ciervo sin piel. Dime. ¿Te gusta ser un humano? - Dijo el ciervo.
- No está mal, tengo mi cama calentita cada noche, mi café por las mañanas, mi trabajo, mis libros...
- Imagina que nunca te hubiesen gustado esas cosas. Imagina que, desde pequeño, disfrutaras de dormir en el césped, bajo el cielo estrellado, de brincar con el resto de animales, de comer lo que nos da directamente la tierra... Imagina que, aún teniendo manos, en realidad sintieras pezuñas. Aún teniendo piel sin pelo, sintieras que debieras tener pelo por todos lados...
- Ya veo... ¿Es fruto de una maldición? ¿Un demonio te transformó en humano?
- Oh, no lo veo así... claro que he tenido una vida más difícil, pero es mi vida. Me da igual cómo he nacido, sé cómo quiero vivir. Son aquellos que no comprenden eso los que hacen de mi vida más difícil. Afortunadamente, los animales no suelen juzgar ese tipo de cosas, pero los humanos... eres el primer humano al que dejo que me vea sin piel.
- ¿Y por qué has venido a mí sin piel hoy?
- He visto cómo me miras. Me miras con admiración, con amor, con respeto hacia mi libertad... quería darte la oportunidad de conocerme del todo.
- Ahora que lo comprendo, me pareces el ciervo más noble y bello del mundo - dijo el leñador, sobrecogido por tal muestra de afecto.
Ciervo y leñador se abrazaron. Tras eso, el ciervo se puso encima su piel y volvió con los demás.
Y así, cada día el leñador desayunaba desnudo en su porche, mirando a los ciervos, en especial a su ciervo favorito, a quien saludaba ya como un amigo del alma.
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