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Entre el no poder y el no querer.

Los que no pueden vivir están todos reunidos, en cementerios, en nichos, en tumbas, en fosas, en mausoleos… nunca están solos, siempre hay gente con su misma condición cerca, todos saben donde están, todos saben por qué están allí.
Los que no quieren vivir están desperdigados por todo el mundo. Ocultos entre la multitud. Están viajando en metro en hora punta para ir a un trabajo que odian, están cuidando a un bebé que no quisieron tener, están en un aula, en un coche, en una oficina…
A los que no pueden vivir se les tiene todo el respeto posible, se les erigen monumentos en su honor, se les recuerda con amor, se les trata de héroes, se les dedican preciosas palabras…
A los que no quieren vivir se les menosprecia, se les tacha de vagos cuando su depresión les hace dormir durante todo el día, le quitan importancia a sus quejas, les culpan de su condición, les ningunean, les exigen cargar solos con todo… “¿has probado a no estar triste?”, “nunca sonríes, ¡estarás más guapa/o si sonríes!”, “eres un/a llorica, deja de quejarte”.
Los que no pueden vivir disfrutan de igualdad total: todos poseen lo mismo, todos corren los mismos peligros, nadie abusa de ellos…
Los que no quieren vivir tienen que lidiar con un día a día lleno de desigualdad y opresión.
A los que no pueden vivir, les dejan en paz, descanso eterno.
A los que no quieren vivir no les dejan un respiro para recuperar sus ganas, no hay paréntesis en la vida moderna.
A los que no pueden vivir se lo dan todo, pero no disfrutarán de nada.
A los que no quieren vivir no les dan nada, pero necesitan de todo.
Los que no quieren vivir miran con envidia a los que no pueden vivir.
Los que no pueden vivir no envidian a nadie, no se puede decir que sean infelices.
Para pasar de no querer vivir a no poder vivir no hace falta más que un impulso.
Nadie ha pasado de no poder a poder vivir. Por algo será.

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