Sandra nació ciega. Al principio fue una tragedia, pero de niña ya era una guerrera y se habituó fácil a ese estilo de vida. Pudo hacer su vida con normalidad: relaciones sociales, relaciones sexuales, estudios, trabajo… todo parecía normal a pesar de no poder ver.
Un día, estando sola en su apartamento, escuchó una voz:
- Hola, Sandra.
- ¿Quién es? - preguntó Sandra asustada.
- Tranquila, soy yo.
Sandra, aún no habiendo escuchado esa voz en su vida, pudo notar como si viniera de un ente familiar. Más familiar que sus padres. Era una voz cálida, tentadora, seductora… pero familiar.
- Vengo a ofrecerte un regalo. Quiero que puedas ver. Te mereces ver.
- ¿Y qué quieres a cambio?
- Nada, solo quiero que puedas ver.
Sandra se paró por un instante. No podía creer que ÉL le ofreciera algo sin pedir nada a cambio. De todo lo que leyó sobre ese ente, sabía que no era de fiar, pero su voz era muy cálida y tranquilizadora.
- No te preocupes, sé que desconfías. Soy consciente de la fama que tengo, pero la mitad son mentiras o versiones distorsionadas. Quiero hacer algo bueno para ti y no quiero nada a cambio. Dame las manos.
Sandra dudó unos segundos, pero aceptó. Le dio las manos a ese ente. Poco a poco empezó a percibir imágenes borrosas que se volvían más claras. Poco a poco pudo percibir la silueta del ente que le cogía las manos. En cuestión de segundos lo veía con claridad: era el diablo.
Éste sonrió, pero no con malicia, en su cara se percibía orgullo y amor. En un instante desapareció.
Sandra podía ver a la perfección. Se fue corriendo al espejo del lavabo a mirarse. Era preciosa, como le habían dicho pero ella solo podía percibir tocándose.
Al día siguiente se fue al trabajo con la expresión de felicidad más marcada que se podía tener. Iba fijándose en todos los colores y formas de todos los rincones por los que pasaba.
Al llegar la oficina, empezó a saludar a todo el mundo como siempre: “¡Buenos días!”, pero descubrió algo. Las personas que le respondían, ponían cara de odio al verla.
Cuando se sentó a trabajar, pudo ver ciertas miradas clavadas en ella: miradas de odio, miradas de lujuria hostil, miradas de envidia… Aguantó 2 horas antes de entrar en pánico e irse asustada.
Se fue a una cafetería, donde lo primero que vio fue la cara de amargada de la dependienta, quien le puso un café. A Sandra, el color del café le horripilaba, y la cara de la dependienta le deprimía. Pagó y se fue a casa de su padre.
Cuando le abrió la puerta, Sandra entró casi llorando:
- Papá, estoy muy asustad…
Ni pudo acabar la frase al ver a su padre. Ella sabía que hace un tiempo tuvo que trabajar doble turno para mantener a su hija ciega, también que debido a un accidente le dieron la baja y una paga, por lo que no tuvo que trabajar más. Pero nunca le contaron qué tipo de accidente fue. Ni siquiera cuando se fue de casa. No se enteró hasta ese día, cuando le pudo poner imagen a su padre, y no tuvo más remedio que ponerle la imagen del viejo tuerto con los brazos amputados que tenía delante. Un viejo tuerto y manco al que nunca visitaba ya.
Al cabo de unas horas, Sandra volvió a casa disimulando el abismal sentimiento de culpa. Las miradas de la gente se le clavaban como espadas. Sentía como si todos estuvieran enfadados con ella. Sentía como si todos la odiasen.
Fueron pasando los días y la culpa y la paranoia le iban carcomiendo. Tenía miedo de relacionarse, tenía miedo de hacer nada por si alguien volvía a sufrir por su culpa. Sandra podía ver, pero todo lo que veía le hacía sufrir.
Un día, mientras Sandra se bañaba, observaba su cuerpo desnudo, y se puso a pensar. Ese cuerpo era perfecto, miles de personas desearían tenerlo o disfrutar con él, pero para ella era una cárcel. Preciosa cárcel de pechos turgentes y formas perfectas por fuera, pero con pinchos que desgarran su alma por dentro. Esas nalgas y esos pechos duros eran rellenados con culpa y paranoia.
No podía más.
Se tomó varios tranquilizantes. Luego rajó sus brazos. Con las últimas fuerzas que le quedaban, intentó sacarse los ojos que le habían condenado a vivir en desgracia, pero solo pudo dañarlos un poco hasta dormirse del todo.
Al acabar su entierro, en su tumba se podía ver al diablo. Llorando. Era el único que lloró por ella. Mientras lloraba, se acercó un señor viejo con gabardina, quien le dijo:
- Los humanos son muy sensibles.
El diablo paró de llorar y miró con rabia al anciano.
- No. Es tu mundo, que es una puta mierda.
Un día, estando sola en su apartamento, escuchó una voz:
- Hola, Sandra.
- ¿Quién es? - preguntó Sandra asustada.
- Tranquila, soy yo.
Sandra, aún no habiendo escuchado esa voz en su vida, pudo notar como si viniera de un ente familiar. Más familiar que sus padres. Era una voz cálida, tentadora, seductora… pero familiar.
- Vengo a ofrecerte un regalo. Quiero que puedas ver. Te mereces ver.
- ¿Y qué quieres a cambio?
- Nada, solo quiero que puedas ver.
Sandra se paró por un instante. No podía creer que ÉL le ofreciera algo sin pedir nada a cambio. De todo lo que leyó sobre ese ente, sabía que no era de fiar, pero su voz era muy cálida y tranquilizadora.
- No te preocupes, sé que desconfías. Soy consciente de la fama que tengo, pero la mitad son mentiras o versiones distorsionadas. Quiero hacer algo bueno para ti y no quiero nada a cambio. Dame las manos.
Sandra dudó unos segundos, pero aceptó. Le dio las manos a ese ente. Poco a poco empezó a percibir imágenes borrosas que se volvían más claras. Poco a poco pudo percibir la silueta del ente que le cogía las manos. En cuestión de segundos lo veía con claridad: era el diablo.
Éste sonrió, pero no con malicia, en su cara se percibía orgullo y amor. En un instante desapareció.
Sandra podía ver a la perfección. Se fue corriendo al espejo del lavabo a mirarse. Era preciosa, como le habían dicho pero ella solo podía percibir tocándose.
Al día siguiente se fue al trabajo con la expresión de felicidad más marcada que se podía tener. Iba fijándose en todos los colores y formas de todos los rincones por los que pasaba.
Al llegar la oficina, empezó a saludar a todo el mundo como siempre: “¡Buenos días!”, pero descubrió algo. Las personas que le respondían, ponían cara de odio al verla.
Cuando se sentó a trabajar, pudo ver ciertas miradas clavadas en ella: miradas de odio, miradas de lujuria hostil, miradas de envidia… Aguantó 2 horas antes de entrar en pánico e irse asustada.
Se fue a una cafetería, donde lo primero que vio fue la cara de amargada de la dependienta, quien le puso un café. A Sandra, el color del café le horripilaba, y la cara de la dependienta le deprimía. Pagó y se fue a casa de su padre.
Cuando le abrió la puerta, Sandra entró casi llorando:
- Papá, estoy muy asustad…
Ni pudo acabar la frase al ver a su padre. Ella sabía que hace un tiempo tuvo que trabajar doble turno para mantener a su hija ciega, también que debido a un accidente le dieron la baja y una paga, por lo que no tuvo que trabajar más. Pero nunca le contaron qué tipo de accidente fue. Ni siquiera cuando se fue de casa. No se enteró hasta ese día, cuando le pudo poner imagen a su padre, y no tuvo más remedio que ponerle la imagen del viejo tuerto con los brazos amputados que tenía delante. Un viejo tuerto y manco al que nunca visitaba ya.
Al cabo de unas horas, Sandra volvió a casa disimulando el abismal sentimiento de culpa. Las miradas de la gente se le clavaban como espadas. Sentía como si todos estuvieran enfadados con ella. Sentía como si todos la odiasen.
Fueron pasando los días y la culpa y la paranoia le iban carcomiendo. Tenía miedo de relacionarse, tenía miedo de hacer nada por si alguien volvía a sufrir por su culpa. Sandra podía ver, pero todo lo que veía le hacía sufrir.
Un día, mientras Sandra se bañaba, observaba su cuerpo desnudo, y se puso a pensar. Ese cuerpo era perfecto, miles de personas desearían tenerlo o disfrutar con él, pero para ella era una cárcel. Preciosa cárcel de pechos turgentes y formas perfectas por fuera, pero con pinchos que desgarran su alma por dentro. Esas nalgas y esos pechos duros eran rellenados con culpa y paranoia.
No podía más.
Se tomó varios tranquilizantes. Luego rajó sus brazos. Con las últimas fuerzas que le quedaban, intentó sacarse los ojos que le habían condenado a vivir en desgracia, pero solo pudo dañarlos un poco hasta dormirse del todo.
Al acabar su entierro, en su tumba se podía ver al diablo. Llorando. Era el único que lloró por ella. Mientras lloraba, se acercó un señor viejo con gabardina, quien le dijo:
- Los humanos son muy sensibles.
El diablo paró de llorar y miró con rabia al anciano.
- No. Es tu mundo, que es una puta mierda.
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