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John contra Cristo

John se despertó, como cada día. Hoy trabajaba, así que se vistió para eso.
Traje negro, pajarita, sombrero de copa, bigote falso, un maletín con una baraja de cartas, una varita y demás triquiñuelas hechas para el oficio.
Entretener a niños nunca ha sido su pasión, tampoco la magia, pero ya había asimilado que no puede pasarse toda la vida persiguiendo el sueño de ser actor, ha de pagar facturas y sobrevivir aunque eso le cueste la dignidad.
Antes de salir de casa se santigua en frente del enorme crucifijo que tiene colgado en el recibidor. En un principio no era muy creyente, pero cada vez que fallaba en sus intentos de triunfar como actor más crecía su fe, en realidad no se creía ningún dogma bíblico y todo lo que escuchaba en misa eran palabras vacías para él, pero necesitaba más que nunca apoyarse en una creencia que le diera esperanza.
Antes de partir hacia la casa del niño afortunado decidió ir al bar de su amiga Vanesa a tomar una cerveza, también le ayudaba hablar con un ser humano, los crucifijos no le solían dar mucha conversación, al menos no cuando estaba sobrio.
- ¿Lo de siempre? - le preguntó Vanesa.
- Jarra de cerveza y cuenco con olivas, que si no me tomo algo no hay quien aguante a esos críos...
- No comparto tu opinión respecto a los niños, pero si trabajas de algo que odias no tengo derecho a juzgarte, John... por cierto, deberías llevar el uniforme a la tintorería.
Y Vanesa señaló una mancha marrón en el pantalón del traje de John.
John bajó la mirada y se encontró restos de chocolate en su pantalón, a lo que contestó:
- Mierda... ¡algún maldito crío me habrá manchado con helado!
Acto seguido miró el reloj, casi era la hora así que se terminó de un trago la cerveza, se metió unas cuantas olivas en la boca, dejó un billete en la barra y se despidió con la mano mientras caminaba deprisa hacia su coche.
Por suerte aquella casa no estaba demasiado lejos, aparcó en la esquina y fue andando hasta el número acertado. Al girar la cabeza vio una casa preciosa de dos pisos y un jardín enorme lleno de adornos de cumpleaños con motivos de cuentos de hadas (por los cuales dedujo que era una niña quien cumplía años) , dos mesas con comida y un montón de regalos, la homenajeada no podría quejarse.
Llegó al jardín y habló con los anfitriones, el número podía empezar ya. Llamó a los niños para que se sentaran a observar el espectáculo y empezó a actuar.
Aunque le horripilara trabajar con niños tenía que admitir que el entusiasmo de estos a su número y el hecho de tener un público le animaba un poco el día, al fin de al cabo no era del todo inútil y podía gustarle aún a la gente, aunque fuera a niños de preescolar.
La niña del cumpleaños era la que más se entusiasmaba con el espectáculo de John, y él lo notó, por una vez quiso hacer su número bien hecho y con gracia así que llamó a la niñita para su número final.
- ¿Cómo te llamas, niñita? -Preguntó John.
- Susana... - Respondió la niña con tono vergonzoso.
Entonces John cubrió su mano vacía con un pañuelo, sopló tres veces y, con un hábil juego de muñecas, hizo aparecer una preciosa flor que regaló a la niña susurrándole "feliz cumpleaños, Susana", acto seguido hizo una reverencia y empezó a recoger sus chismes.
A la madre de Susana le encantó el gesto que tuvo con su hija, por lo que decidió invitarle a una copa a John, quien este, al ver esa gran botella de Whiskey se encogió de hombros y dijo con una sonrisa en la boca:
- Bueno, siempre puedo volver en autobús... ¡un trago nunca viene mal! Muchas gracias.
No era la primera vez que sucedía esto, muchos padres son tan hospitalarios que invitan a John a comer y beber después de pagarle la actuación, ese gesto le suele ayudar a acabar el día con optimismo y a valorar lo que tiene en vez de deprimirse por no cumplir sus expectativas en la vida como suele hacer cuando no bebe.
Cuatro copas de Whiskey después decidió irse antes de que notaran su estado de embriaguez, disimuló como pudo al despedirse y se fue andando.
Antes de irse a casa decidió pasar por la Iglesia, aunque antes de llegar a la esquina de ésta se mareó debido a que ese día no había comido nada y había ingerido bastante alcohol.
Cuando empezó a vomitar notó una mano en su hombro y escuchó una voz que decía:
- Está usted bien?
- Sí, solo un poco mareado, mejor voy a comer algo... - murmuró John
- Venga conmigo, yo le daré algo de comer...
Se apoyó en el extraño, que resultó ser una extraña vestida con un hábito, giró un poco la cabeza y vio que tras ese hábito se escondía una mujer preciosa, de unos 25 años, a lo que exclamó:
- ¿No es un poco joven para ser monja?
- ¡No es necesario tener patas de gallo para entregarse al señor! - Respondió la monja rebosando simpatía.
- ¿A dónde me llevas?
- A mi apartamento, estoy aquí de alquiler unos meses antes de volver al convento.
No estaba lejos de allí, era un primer piso, cosa que agradeció, cuando abrió la puerta ella le acompañó al sofá, luego esperó mientras ella iba a la cocina, el apartamento era sencillo y pequeño, adornado con cuadros y símbolos religiosos, se notaba quién vivía allí.
La monja volvió con una bandeja de galletas, tenían una pinta deliciosa.
- Come las que quieras, el azúcar te vendrá bien - dijo la monja.
- Gracias... ¿puedo preguntar cómo te llamas?
- Casandra, ¿y usted?
- Yo me llamo John, encantado.
Y así empezó la que sería la conversación más placentera de John, él le explicó su creciente vida religiosa, su trabajo, su vida... ella su experiencia como monja, que tras su primer desengaño amoroso decidió entregar su vida a Dios aprovechando su virginidad.
Se pasaron horas hablando, parecía crecer la química entre ellos, todo iba bien hasta que la mano de Casandra rozó la de John sin querer. Se miraron y mantuvieron un silencio incómodo que Casandra, para sorpresa de John, acabó por besarle en los labios apasionadamente.
Tras el beso Casandra se sonrojó y murmuró "lo siento" al mismo tiempo que se alejaba, pero John la cogió de la mano, la tiró al sofá y empezó a besarla.
John sentía como el corazón de Casandra latía a mil por hora, dejó de sujetar la muñeca de Casandra para poner su mano en la cintura y deslizarla lentamente hasta las nalgas.
Casandra de vez en cuando decía "ay, no debería..." pero en voz baja, mientras John le subía hábito y le quitaba la ropa interior, Casandra le desnudaba, pero con timidez. Deseaba lo que estaba pasando, pero le carcomía la culpabilidad.
Una vez despojada de su ropa interior dejó que John le hiciera lo que quisiese. Estuvo callada, mirando a los ojos a John y gimiendo de vez en cuando de manera tímida, su cara era entre seria, extasiada y asustada, le gustaba pero no quería dar muestra de ello, aunque cada vez gemía con más fuerza y se movía al mismo ritmo que John.
Posó sus manos en la espalda de John y en el momento del clímax se la llenó de arañazos, notó como él también llegaba al clímax y lo acentuó besándolo apasionadamente, como antes. Luego ambos se sentaron de nuevo en el sofá.
Tras ese paréntesis John se dio cuenta de lo que hizo, no sabía como sentirse, tampoco sabía si sería moral abrazarla, debía disculparse o qué hacer, pero antes de decir algo Casandra se le adelantó:
- Vete de aquí, no te preocupes por tu alma ya que si de verdad te arrepientes yo te perdono, pero no deberías seguir aquí, por favor, necesito tiempo sola...
John lo entendió, se levantó y se fue a casa.
El trayecto fue incómodo para él, hace unas horas estaba en una casa feliz regalándole una flor a una niña y ahora acababa de hacer que una monja le entregara su flor, eso daba que pensar, aunque seguía sin saber qué obligaciones morales tenía esa situación.
Al llegar a casa sacó una bolsita de plástico que guardaba en un cajón, dentro había un par de cogollos de marihuana, lo suficientemente gordos como para dejar de pensar en ello, John decidió que merecía un descanso después de un duro día.
Tras liarse el porro se lo encendió, y a las 2 caladas sonó el teléfono, era Vanesa, quería salir a cenar a un restaurante y llamó a John a ver si se apuntaba al plan, John accedió y Vanesa le concretó el lugar de encuentro: en la puerta de su bar dentro de 20 minutos.
Tiempo suficiente para acabar de fumar su hierba. A continuación se echó colonia, no quería quedar con Vanesa oliendo a porro, sabiendo los prejuicios que tiene ella en contra del cannabis.
Antes de irse se puso delante del crucifijo del recibidor y gritó:
- ¡No me mires así! ¡Si ni siquiera le hacías caso! ¡Si en vez de trucos de magia y un apartamento enano me hubieses concedido obras de teatro y una casa en Hollywood igual nunca me hubiese acercado a tu novia!
Tras ese momento de locura transitoria se fue de su apartamento, iba dando tumbos, ese cigarro le había afectado más de lo que él habría querido, pero aún así continuó andando, ya veía el bar de Vanesa al otro lado de la calle. De repente notó un fuerte golpe, pero su estado le impidió darse cuenta de lo que pasaba.
John abrió los ojos, estaba Vanesa a un palmo de su cara, giró su cuello y vio un autobús con una mancha de sangre, él estaba postrado en el suelo y Vanesa sujetaba su cuerpo, notaba frío y sueño, cada vez más.
- ¿Qué ha pasado? - Gritó Vanesa con la cara cubierta de lágrimas.
- Él murió por nuestros pecados y yo voy y me tiro a su novia, seré hijo de puta...

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